Estaba tan solo, tan oprimido por la falta de libertad, que un día me puse a escribirle cartas en un cuadernito a novias imaginarias; les ponía nombre y les juraba amor eterno a todas. Debo haber escrito cientos de cartas en el despertar de la pubertad y las fui guardando, no se por qué, celosamente, con mucho cariño; eran fuegos de amor, ardientes hogueras de una pasión imaginaria que muchos años me acompañaron como si hubieran sido reales. ¡Y de alguna manera lo fueron! Lamentablemente, los enanos de turno, al regresar de un viaje a la Unión Soviética, adonde había ido para participar de un gran festival, me allanaron la casa y se llevaron, junto con la máquina de escribir, un grabador, libros, botellas de vodka y de whisky, ¡las amadas cartas de amor!
Nunca pude recuperarlas; si supieran los torpes que se las llevaron el inmenso daño que hicieron sin ningún beneficio, ¡se cortarían las bolas, si es que las tienen!
Pero, bueno, al final ese ejercicio de escribir cartas me ha dado con los años la posibilidad de volver a hacerlo, ya no cartas de amor, pero sí cuentos, poesías o novelas, historias que están en mí o que imagino, como ésta que te relato ahora sobre el drama de las crecientes que suelen azotar de vez en cuando a mi Alto Verde querido, a mis paisanos, isleños o pescadores, obreros de los siete oficios, gente nuestra siempre expuesta al drama de la inundación. Algunas cosas son verdaderas, hay ciertos recuerdos no muy vívidos que se han distorsionado con los años y otros pasajes son como me hubiera gustado a mí que ocurrieran; pero todo ello está animado solamente por la sana intención de dejar en un papel vivencias que quizás para algunos no son nada, pero que para mí son parte de mi vida, tal vez la más honda, la más sentida, la más inolvidable a pesar de tantos halagos que encontré en el mundo con el devenir de los años.